miércoles, mayo 30, 2007

Deixis ansiolítica (III)

Y de noche, fantaseando,
quiero al sueño darme libre;
pensando cómo matarte
es que consigo dormirme.

domingo, mayo 20, 2007

Deixis ansiolítica (II)

Te estaba escribiendo una carta, no sé si te la podré mandar. Pasa que vengo por avenida Colón, y en Colón no se puede doblar a la izquierda, viste cómo es.
Te estaba escribiendo una carta, tantas cosas decía con la carta. A la mitad paraba para llorar, para sacar fotos, inyectaba el cable fijo en la base del micrófono, no fuera cosa que algún ruido contacto, que un falso de estática estropeara las palabras. Y decía algo, reía, y guardaba la grabación.
Te estaba escribiendo una carta, en verdad no sé si la voy a poder mandar, porque si paro, si doblo a la izquierda en Colón y voy hasta el correo… un trastorno. A mí me gusta ir a la Oficina Central, desde ahí mandé los paquetes y las cartas que te mandaba, así hacía: cuando tenía la carta toda escrita en la mano, la doblaba y me acercaba caminando hasta el Correo, compraba un sobre, esperaba en una de las cajas. Las cartas se pesan raro, a esto no sé si lo viste. Los empleados las hacen girar apenas en el aire que está arriba de la balanza y las sueltan deteniendo la mano donde soltaron la carta. El sobre besa el vientre metálico de la balanza con una esquina, con suerte a veces queda medio cuerpo del sobre acostado en la balanza y los números verdes se reducen al instante, se mudan del falso peso que escribieron con el golpe y escriben uno nuevo y definitivo. Uno con setenta y cinco, dice el cajero, este estíquer va a contarle dónde está su carta hasta que la reciban en el domicilio… Así dice siempre, o más o menos.
Té. Estaba escribiendo una carta, vieras qué larga, y ya casi la tenía lista. Pasó que entró A. y dijo que ya no había manera, que termináramos con todo y saliéramos de la casa y nos fuéramos muy lejos, a Paraguay, a Brasil, a cualquier lado, antes de que la ciudad nos acusara con diarios y noticieros. Té decía. Estaba escribiendo una carta, como siempre hacía. Era té de canela y miel. Ahí fue cuando entró A. y me dijo todo esto que te dije. Entonces yo no sé si te la voy a mandar, ahora vamos por Colón, y no se puede doblar a la izquierda para ir al Correo. Quizá nunca más vuelva al Correo, quizá nunca más tenga una carta para mandarte.
Por fin salimos, subimos todo al auto y ahora vamos por Colón hacia el Oeste, que es tan distinto del correo, del sobre, la balanza y el estíquer. Acaba de pasar una ambulancia. El doppler se nos metió como bruma de hierro en los pulmones, no sabés el miedo. Era una ambulancia, la policía no sabe. Nadie sabe, mirá si va a saber la policía. Pero pensamos que era un patrullero, vieras el miedo que tuvimos.
Yo no sé si habrás recibido alguna de las otras cartas. Siempre te decía que estaba bien, que comía bien. Eso es lo más importante. Los secuestrados, el hambre y los palos en la boca son cosas tan recíprocas… Pero siempre te contaba que andaba muy bien, que ni frío pasaba.
Ahora qué, ahora ya está. T. estaba escribiendo una carta, una carta para vos. Ahí te contaba todas estas cosas que digo. Al último decía que ganaba siempre en las barajas, allá se jugaba en silencio y por porotos, qué plata puede manejar alguien que está secuestrado, ¿me entendés?
Pero es así, lamentable, como te lo digo. T. estaba escribiendo una carta para vos, yo iba a mandártela, como hacía siempre. Cuando la estaba terminando, ahí entró A., me dijo lo que ya te conté, sacó la pistola y le disparó en la cabeza. Hasta yo sentí miedo.
Ahora digo… qué estúpido… yo personalmente en el correo, a la vista de todos y sin guantes, despachándote las cartas de T.. Habrá que irse muy lejos. Quizá el Correo tenga cámaras filmadoras. Se maneja mucho dinero en el Correo. Muy lejos. Ni a Brasil, ni a Paraguay. Lejos.
Llevamos a T. en el baúl, como corresponde. Vamos a dejarlo pasando La Calera, que ahí lo busquen. A la derecha. Talvez perdió toda la sangre. Lo lavamos muy bien. Pasando Calera, a la mano derecha, acordate. Y perdoname. Yo no quería matar a T., fue que vino A. y pasó lo que te dije, pasó que T. estaba escribiendo una carta para vos, y que yo te la iba a mandar…

Deixis ansiolítica (I)

Yo no digo depilar, que es abominable. Afeitar el año, arrimar la navaja al prólogo del almanaque, un buen tajo en cada pierna de los días, la de la mañana, la de la noche. Así se arrastran los días de enero muertos y se los va juntando con los de febrero, que también van cayendo talados, y todos se pudren muy rápido, se secan, ya quedan astillas de huesos rodantes contra la navaja que se entierra prolija en la base misma de marzo, hasta abril, que despeña del almanaque a los días que ya no están más, y que no importan.
Junio tiene epígrafe, es mayo. La navaja lo lee muy rápido, pasa y afeita; los días de mayo, como todos los otros, no pueden evadirse de la funesta cartografía que los ha clavado para siempre en un sitio único, la navaja los ha puesto en perniciosa fuga, les ha quebrado las piernas, los días se desparraman, hay el desbande; el largo de la navaja es infinito, no hay más escape que la carrera y el sepultarse al fondo del año. Un miércoles corre a parapetarse en el feriado de octubre, hay un viernes que se viste con dobles ropas, de Navidad y primero de enero, y ahí se queda esperando llenar de mesas las galerías, de botellas y codos las mesas, y ya se ve allá tan orondo señor, congregando sillas dispares, robándolas de todas las habitaciones, alineándolas en las galerías. Las sillas se llenan de culos, las rodillas incómodas se cabecean unas a otras, algunas apoyan la frente en la pata de la mesa, – ésas, con sus culos, tendrán mala suerte - feliz Navidad… Pero la navaja llegará hasta el mismísimo Viernes, afeitando el piso con escobas, arrastrando las sillas de nuevo hasta sus habitaciones ordinarias, pelando huesos de pavo, brillando de soles nuevos, incontenibles…, y el año habrá muerto por completo y sin remedio.

Hay un día que es el único día del año. Ése no se muere, ése mella la navaja, se yergue en toda su altura de acero y la traspasa lúcido; ése mira panóptico al resto de los días y aplaude sobrio las muertes y los olvidos que lo llenan de sí mismo. Nariz de muerto en el féretro abierto – cabal como no hay otras -, falo del año, obelisco de la ciudad, legítimo peatón de la peatonal entre los caminantes apócrifos, bolígrafo de pie y andando sobre el papel, ágil fiel de la balanza, único día del año…

viernes, mayo 04, 2007

I

El cuarteto se abre cualquier noche, los bailes pasan regulares. Como los ómnibus. Se compra un par de cospeles, se elige un color de coche y se lo espera en 27 de abril. Se sube, el ómnibus está repleto y es difícil avanzar. El chofer ha renunciado a sus exhortaciones mecánicas, a medida que van descendiendo, - dice - avanzan hacia atrás en línea de tres, que hay lugar en el fondo. La puerta delantera está cerrada y los anteojos de sol que el chofer lleva puestos no se mellan con las manos y los insultos que se alzan demasiado tarde y de repente en cada parada temporalmente abolida. Tadeo y yo vamos adelante; yo estoy en el último escalón reivindicándome el tríceps derecho con toda la palma puesta en el techo como único sostén, adherido y estancado como una cuña puesta a martillazos. Hay que tenerse fuerte, acá adelante se sienten los torques y las inercias de cada esquina doblada sobre los pasos de verdaderos peatones, esos que conocen a qué distancia debe estar el ómnibus para emprender un cruce exitoso de la calle y acomodarse seguros como una pieza de tetris en la otra vereda.

- Ir al baile, Tadeo, ir para quedarse y para volver al día siguiente, y el próximo fin de semana. Entrar y bailar, emborracharse ahí. Empezar la ronda y revertirla cuando nos dé la gana, oponiéndonos a cualquiera. Despacio primero, un amigo, dos. Se arremanga, se convida. Después se empieza a recibir, y se acercan de a cuatro, empiezan los traqueteos, que el gil ese me hizo bailar la guacha, qué te pasa che culeado, cagar a puñetes. Pero despacio primero. Hasta que el baile y el ómnibus se van sepultando en los barrios, en la segunda y la tercera selección, las anagnórisis de pasar de un barrio a otro, y de Jiménez que se canta el Ramito de Violetas en un salto cronológico o fantástico; y de la lucidez al pedo criminal, y del pedo al amanecer que mata la noche y el baile, qué pedo que tengo, vamos vamos.
- Ahá. ¿Hasta dónde?
- Hasta la punta de línea. Cuando un baile termina, hay la puerta y las camionetas de la Policía, hay toda la gente afuera. Enseguida, el puente Santa Fe se va afeitando de la gente, nos hundimos en Santa Rosa como si fuéramos a Villa el Libertador, y a lo mejor hasta empezamos a ir de vez en cuando. La madrugada se va despejando de cabezas, primero en grupos grandes y en tocar al paso los timbres de las casas, como la mía; después en hitos de dos o tres pibes, de tres pibes y una minita, ¡La Voz La Voz! en el semáforo de Cañada. Las paradas se van llenando, los que esperan para subir después del baile son los que se están bajando ahora, en este ómnibus de siesta que va de la Facultad a tu casa, comprará un poco.

El Estadio y las calles se vacían, van cayendo los gritos, las palabras, como los boletos en este piso de goma. Al final, la pista está mugrienta y vacía, Jiménez se fue con dos tumbadas, el loco Quique espera a La Fiel en Colón y General Paz. Todo. Y mientras, el sol se va pelando y hace decantar todo en su lugar. Aparecen postes y obreros madrugadores, todo tan delineado y despierto, tan distinto al ocho mareado y tantas vueltitas que se bailan en un baile.

Vení de vuelta acá, conmigo, al ómnibus. Nosotros seguimos hasta la Circunvalación, a ver cuántos quedan, a ver cuántos se bajan; y volvete hasta la noche que te cuento: nosotros llegamos a la Colonia, y ya estamos solos en el borde, buscando una trenza para enredarnos en Liceo y comprobar que el fondo no es el fondo, que a la madrugada del sábado le siguen el domingo y el asado...
- Qué prescriptivo… sos un… Dale. Yo sé dónde vive el Gaby, una vez fui a comprar a su casa. En adelante, nuestro mejor amigo, ¿estamos?
No quise contestar enseguida, pero él era lo más próximo que conocíamos a un baile y, a decir verdad, era verdaderamente nuestro amigo.
- Hecho.

Es verdad que se vive para ir al baile. Está esa frase que traspone punto a punto cuarteto a religión, baile a templo, Mona y Dios. Pero también es verdad que las aventuras - si son legítimas - cuando fracasan, hacen del alma cenizas mojadas, y matan al aventurero. Preguntaron a Camilo Cela si era él una persona "de dos caras", un poeta y un prosista. Contestó con aplomo: Gilipollecez, hombre. Las personas son poliédricas, algunas aristas son fundamentales, pero de ahí a que sean dos, y sólo dos los accidentes importantes. No no.
Por fin decidí seguir estudiando, tener un pie en la boca de Mijail Bajtin y Roland Barthes – tapándoles, acaso, la boca - y, el otro, junto con las manos, haciendo palmitas en el Monumental Sargento Cabral.

Nos faltaba un nombre, pintar en estandarte nuestro lema y escudo de armas, levantarlo muy alto erguidos en el mismísimo pecho del baile y obligar a que Jiménez nos armara caballeros con su primera mención oficial; y, a la vez, queríamos aparecer iniciados en los misterios, incluso mucho antes que cualquier otro, queríamos dar la impresión de haber sido convocados por Jiménez en persona y hasta mostrarnos imprescindibles a la noche, superlativos pisacocos. Y fue después de poco pensar y mucho peatonarle una siesta a la ciudad, que llegamos a un acuerdo repentino y sin objeciones: Los custodios de la Mona. Doblábamos por Deán Funes hacia el Centro.

Habíamos tenido siete oportunidades, las habíamos desperdiciado a todas. Hoy salimos temprano. Ya ni llevamos los mapas. Sabemos dónde están las casas que nos interesan y no los necesitamos más. Imaginate un poco, nos agarran con los mapas y los interpretan hasta ponernos en picota, hasta empalarnos, hasta hacer lo que quieran. Yo los había escrito en unos recibos. Calculá, en serio fijate un poco, recibos con el nombre de mi jefe y con la prescriptiva de lo que íbamos a robar.
Me los perdí en el culo, me puse a escuchar tangos y a tomar vino, y me puse a no estudiar.

Y decidí no insistir con este cuento, y, más que perdérmelo en el culo, no sacarlo nunca de ahí.