viernes, diciembre 29, 2006

Fenna ( I )

Yo me llamo Aldo. La A sirve de presentación y por eso es mayúscula. Tiene dos patas que son como fustes cruzados y a veces los fustes llevan basamento (cuando la A es imprenta mayúscula) y hacen arriba un frontón vacío por donde se puede pasar el dedo, un pañuelo o cualquier otra cosa para el otro lado, la A es como cualquiera de esas letras de acero inoxidable que hay en la fundación de los misioneros, que dicen LAPEN. La A es la letra que menos dice de mí. Después hay L, y ahora dejemos el acero inoxidable que es tan difícil de pulir con lijas y vayamos a la lengua y el paladar, único sitio donde la L existe a guisa de tobogán, o trampolín, o de piedra esférica que rueda ele ele melosa y salta apenas, pero en lugar de remansar sobre la D, colchón nasal natural si existe alguno, en la cabriola deviene en O y va a dar conmigo, con mi L y con mi nombre contra algún edificio y me deja como una ventana tuerta en la fachada, como una O mayúscula que pone fin, y parece que lame la pared, pero ahí se queda.
Esto que cuento es clásico para los que escuchan, pero por nada en especial, es clásico porque ya pasó, porque es un relato que no tiene fuentes, o que tiene una sola; los testigos tienden a magnificar cualquier episodio en el que se desenganchó un trolebús y así se sienten cómplices de una aventura, de una hazaña, de una mitología, como iniciados en los Misterios del Cartapacio Perdido, “veinticinco años trabajé en la Municipalidad, pibe”, y ven el edificio con orgullo de arquitecto jubilado, de Áyax sudoroso sobre las vacas degolladas, pobre Áyax, algún dios le confundió el entendimiento.
Había una escalera, ¿quiere que le cuente?, había una escalera de madera y de hierro, desde abajo del último descanso vi a mi primo Tomás por primera vez, y le pregunté quién era, y me dijo soy yo, tu primo Tomás. Yo tenía cinco años y él tenía dieciocho. Me alzó, yo no lo conocía, en serio no lo conocía pero me dejé alzar, era mi primo; me preguntó si quería ver a mi papá, le dije que sí, fuimos hasta el féretro y él le abrió una tapita que tenía a la altura de la cara. No me pareció muerto, ni pálido estaba, pero cómo sublevarse: cinco años, soy tu primo, es mi primo, se murió tu papá, ahí está muerto en el circo borroso de todos sus hermanos, es tu papá y se murió, qué cuña se puede martillar para quebrar semejante bloque de mármol, yo tenía cinco años, un muerto era un muerto, un padre un padre, una familia etcétera, “esto sí puede estar pasando”, naturalmente “esto puede ser cierto”, y que descrean los adultos.
Ése es mi primer recuerdo, una vez un idiota me preguntó cuál era mi primer recuerdo, entonces elegí ese, que es tan útil como cualquiera más o menos vecino a la Torre Ángela, a la motocaja, al Callejón sin salida y a esos dibujos animados de los que no recuerdo el nombre. Padre muerto, hito y acabose. Por eso, no se crea todo lo que digo; por eso y porque las lenguas son cosmologías, el dato libresco de que los esquimales distinguen diecinueve clases de blanco para la nieve y yo apenas la vi marrón de tierra en Los Cóndores.

domingo, diciembre 10, 2006

El lector en el texto (II)

El tiranuelo encuentra el libro, ese libro donde se cuenta cómo iban venderle sus últimas palabras y también la peripecia de su muerte.
Mancillado en su visera y sus anteojos espejados, ordena a los secretarios y generales que se busque y se aprese al vendedor de gritos y palabras que tal muerte le prepara.
Con gran esfuerzo, los secretarios consiguen explicarle que el libro contiene ficciones diciéndole que “son como maquetas de edificios que no están en ninguna parte, Presidente, o como mentiras”, y que los vendedores de gritos y palabras no existen. El tiranuelo entiende entonces que debe capturar al Autor del libro porque “este cuento es un insulto”.
Los secretarios organizan un comité de averiguación cuya primera medida es retirar de la venta las Obras Completas del Autor. La investigación avanza rápidamente y hacia el final del primer mes, peritos infiltrados en bares y universidades públicas averiguan que el Autor fue una suerte de loco que hablaba para atrás y de costado, que vivía en Europa, y que murió en una ciudad de francesa adonde van a morirse los escritores latinoamericanos.
Aterrados por las malas noticias que deben comunicar al tiranuelo, los peritos del comité eligen democráticamente a un delegado, y ese delegado realiza un parte verbal ante el propio tiranuelo.
- Carajo - dice el tiranuelo - ¿quién va a pagar por esto? Los huesos son inimputables, ¿cómo se hará justicia? – y convencido de la existencia necesaria de cómplices del Autor, ordena que se reúna otra junta investigadora para buscarlos.
Esta vez las averiguaciones son lentas y difíciles; al parecer, el Autor no sólo ha escrito por su cuenta, sin ayuda de escribas sino que, además, las pistas dan a entender que todas las ideas de sus cuentos le pertenecen. Otra vez el miedo de confesar el fracaso y otra vez la elección de un representante de la junta para que se las vea con el Presidente.
- ¿Cómo? ¿Nada? – El Presidente está furioso, como nunca - ¿Y la investigación, y los expedientes?
- Aquí están, señor Presidente. Y estos dos libros del Autor no fueron quemados. Uno contiene el Cuento, el otro narra la historia de cierta familia en Banfield que quizá pueda aportar datos.
- ¡Aportar datos! ¡Contra la investidura del Presidente, estúpido! ¿Y mis derechos? ¿Qué piensa usted que es esto? ¡Deme!
El tiranuelo toma uno de los libros y lee la contraportada en voz alta:
- “Bla bla es uno de los libros legendarios de Bla… miserias de la rutina bla bla… imaginación creadora y humor corrosivo bla... contra la solemnidad y el aburrimiento bla…” ¡ Aquí tiene!: “ Sin duda, el Autor sella un pacto de complicidad definitiva e incondicional con sus lectores”. ¿Ve? Indague, encuentre a los lectores que se confiesen cómplices del Autor; tortúrlelos y hágalos desaparecer, ¿comprende?
- Sí, Señor.

Entonces fueron secuetrados muchos idiotas y al final sí, se hizo justicia.