sábado, septiembre 29, 2007

Historia

Los que recuerdan, cuentan de un hombre al que en un punto y de repente, la noción del tiempo se le transtornó para siempre. Así le sucedía esto: transcurrida cierta cantidad de minutos, él juraba haber padecido muchos menos. Solía decir que, contra él, todo devenía dos y quizá tres veces más rápido que en los demás; que tenía la necesidad de dormir dos noches y vigilar dos días por jornada.
El hombre realizó todo tipo de experiencias arduas en su consideración para garantizar a los demás cómo decía verdad, cómo todo el mundo se había vuelto loco por alguna peste que sólo él escamoteaba, o que había decidido no arrimársele. Leía novelas largas, realizaba estudios universitarios y se diplomaba con celeridad, una vez tras otra. Se proponía ebanisterías o caminatas de entre aquellas que fuman mucho tiempo y las resolvía con su asombrosa velocidad. Convocó a escribanos para que dieran fe del singular portento; los jueces entre los hombres y los hombres entre los hombres todos le dijeron que nada admirable había en sus actos, y que los tiempos desvastados habían sido medidos y que nadie dejaba de considerarlos regulares y satisfactorios.
Lo segregaron loco y apostrofado, pero a nadie agredió, y nadie lo castigó.
Aunque el hombre no acertaba cuando denunciaba la peste, sí decía toda la verdad del caso cuando colaba el tiempo con los únicos anteojos de su razón: el Universo, infinito de poder había decidido enredársele al cuello, ahogarlo y fulminarlo con el horrible ostracismo que padecen los inocentes.

domingo, septiembre 23, 2007

En el Colegio Nacional

El profesor Belisle – así va una historia, y es cierta – consignó un único diez entre todos los casilleros, entre todas las planillas, sobre todos los escritorios que precariamente fueron suyos (Bien parados, señores. Silencio Toranzo y puta, es la hora del viejo Belisle).
- Está bien, Dolfinger.- dijo, y siguió – Hace diecisiete años (o diez y siete, porque las dos formas son, y van) estoy en este colegio, en el tercer año, dando clases.
Yo tengo sesenta y cuatro. Nunca puse un diez. En una lección oral digo. Cuando hay trimestrales, bueno, ustedes saben que es distinto. Están los que escriben humedades, otros verán de arreglárselas con esos lápices correctores, qué yo sé… que ahí les pegan, arriba de las instrucciones, un regio machete. Da miedo agarrarlos y usarlos, da miedo tener que saber tanto para poder corregir un tropiezo en el escrito, a ver si uno se equivoca y vienen los rusos o pasa alguna de esas de las películas, esas que muestran los yanquis. Hagan como quieran con eso.
Después están esos que memorizan y entregan un parcial, digo, un trimestral fenómeno, uno que también parece de copia o de alguna otra industria. No sean pavos. Lean, entiendan. Ahí recién escríbanme. A mí en ese caso no queda otra que ponerle un diez al memorioso, qué voy a hacer. Ahora sí, al frente, al que memoriza le puedo pegar un baile, le puedo pedir las cosas de atrás para adelante, que me abocete causas y consecuencias, qué sé yo, que me demuestre que verdaderamente sabe. También están los payadores… letra y música, señores; pero bueno. Eso es el examen escrito y cada uno ve la forma de parapetarse como puede, es como confesarle al cura, yo no lo jorobo.
Diecisiete años no son muchos. Ustedes no existían, pero bueno. Dentro de diez años van a ver cómo es.
Y este Dolfinger, ¿qué hizo? Se paró y vino, carraspeó y habló. Fuerte, claro. Qué sé yo en qué anda Dolfinger, si atrás de las chicas, o de los muchachos. Tiene arito. ¿Y?
Por lo menos este tema le interesa y se lo sabe.
Diez y siete años, y tengo sesenta y cuatro. Nunca había puesto un diez. Y, vean, esto es lo que yo quiero decir: éste no es el séptimo. Es un tercer año. Ni a la mitad de la carrera están. Ni yo estoy al final de la mía. No sé si vieron ese programa de la noche, ése en el que bailan. En abril y mayo todos se sacan un siete mordido, un ocho. Por allá por octubre hay nueves. En diciembre están todos los dieces. Pero los bailarines no son más diestros ni más nada. Son los que van quedando, y entonces hay sidras, y brindis hasta en las oficinas, y todos somos amigos o elegidos, arrimados al final de algo, esperando, como pasa cuando hay un comicio, entonces tenemos que recompalmearnos, como me dijo uno una vez, y me hizo reír. ¿Alguno de ustedes es cristiano? Yo no quiero discutir nada, ¿eh?, pero a mí me parece que en la Escritura dice que el Apocalipsis va a caer en alguna docena perdida de agosto, ahí, entre los días, que nos vamos a morir con trimestrales a medio estudiar, llamando a un número ocupado, no sé, en el medio de algo.
Yo no le he puesto el diez a Dolfinger porque se me venía el acabarse de la docencia, porque fueran a cerrar el colegio, o porque se viniera la guerra. Yo le puse el diez porque se lo merecía, como ninguno hasta hoy, como quizá ninguno nunca más. Pero quién te dice, y tate, que mañana puedo poner otro. Yo no sé. Bueno, siéntese, Dolfinger. Ni usted sabía que este era mi primer diez, ¿vio? Ahí está, y es así: lo inesperado es verdaderamente inesperado. Siéntese, siéntese. Y vamos a ver quién sube ahora a la picota, y que sea uno bien dialéctico, que la lapicera loca anda peripatética hoy.

Velar una foto ( I )

Mario Perrota fue uno de los periodistas más versátiles del Canal de noticias. Con el bronceado aplomo de un experto, rodeó puentes que los eufemistas del Medio usan para planchar palabras y cruzó nadando plácido los ríos modestos de noticias cíclicas, propias de la televisión por cable.
Conciliados sobre una papila, sus compañeros lloraron en el Canal, y en los otros la triste desaparición de un colega que luchó incansablemente contra una grave enfermedad, y que nos abandonó antes de tiempo, aunque lo cierto es que un mal cáncer mató a Perrota mientras jugaba al paddle en la cancha de un club muy exclusivo. Pobre Mario, tan buena era su noticia.
El olvido sedimentó rápidamente, Mario entró en un pozo y otro periodista entró al estudio en horario, para él, extraordinario.
Existió un televidente, sólo uno, que olvidó con abrumadora eficacia a Mario y su muerte.
Ése, cigarrillo se me cayó al piso, a ver, ya lo levanté; me sirvo una Coca y veo las noticias, prendió el televisor, exhaló humo, bebió y, mirando tras el vaso turbio de nariz adentro, sintonizó el Canal a las ocho y borroso cuarto. Mario Perrota comentaba un estreno de cine.
Ése, qué pelotudez de película, che, con la inocencia de los inocentes, podrá sintonizar el Canal de lunes a viernes a las ocho y echar a andar para siempre a Perrota y su Noticiero.