viernes, mayo 04, 2007

I

El cuarteto se abre cualquier noche, los bailes pasan regulares. Como los ómnibus. Se compra un par de cospeles, se elige un color de coche y se lo espera en 27 de abril. Se sube, el ómnibus está repleto y es difícil avanzar. El chofer ha renunciado a sus exhortaciones mecánicas, a medida que van descendiendo, - dice - avanzan hacia atrás en línea de tres, que hay lugar en el fondo. La puerta delantera está cerrada y los anteojos de sol que el chofer lleva puestos no se mellan con las manos y los insultos que se alzan demasiado tarde y de repente en cada parada temporalmente abolida. Tadeo y yo vamos adelante; yo estoy en el último escalón reivindicándome el tríceps derecho con toda la palma puesta en el techo como único sostén, adherido y estancado como una cuña puesta a martillazos. Hay que tenerse fuerte, acá adelante se sienten los torques y las inercias de cada esquina doblada sobre los pasos de verdaderos peatones, esos que conocen a qué distancia debe estar el ómnibus para emprender un cruce exitoso de la calle y acomodarse seguros como una pieza de tetris en la otra vereda.

- Ir al baile, Tadeo, ir para quedarse y para volver al día siguiente, y el próximo fin de semana. Entrar y bailar, emborracharse ahí. Empezar la ronda y revertirla cuando nos dé la gana, oponiéndonos a cualquiera. Despacio primero, un amigo, dos. Se arremanga, se convida. Después se empieza a recibir, y se acercan de a cuatro, empiezan los traqueteos, que el gil ese me hizo bailar la guacha, qué te pasa che culeado, cagar a puñetes. Pero despacio primero. Hasta que el baile y el ómnibus se van sepultando en los barrios, en la segunda y la tercera selección, las anagnórisis de pasar de un barrio a otro, y de Jiménez que se canta el Ramito de Violetas en un salto cronológico o fantástico; y de la lucidez al pedo criminal, y del pedo al amanecer que mata la noche y el baile, qué pedo que tengo, vamos vamos.
- Ahá. ¿Hasta dónde?
- Hasta la punta de línea. Cuando un baile termina, hay la puerta y las camionetas de la Policía, hay toda la gente afuera. Enseguida, el puente Santa Fe se va afeitando de la gente, nos hundimos en Santa Rosa como si fuéramos a Villa el Libertador, y a lo mejor hasta empezamos a ir de vez en cuando. La madrugada se va despejando de cabezas, primero en grupos grandes y en tocar al paso los timbres de las casas, como la mía; después en hitos de dos o tres pibes, de tres pibes y una minita, ¡La Voz La Voz! en el semáforo de Cañada. Las paradas se van llenando, los que esperan para subir después del baile son los que se están bajando ahora, en este ómnibus de siesta que va de la Facultad a tu casa, comprará un poco.

El Estadio y las calles se vacían, van cayendo los gritos, las palabras, como los boletos en este piso de goma. Al final, la pista está mugrienta y vacía, Jiménez se fue con dos tumbadas, el loco Quique espera a La Fiel en Colón y General Paz. Todo. Y mientras, el sol se va pelando y hace decantar todo en su lugar. Aparecen postes y obreros madrugadores, todo tan delineado y despierto, tan distinto al ocho mareado y tantas vueltitas que se bailan en un baile.

Vení de vuelta acá, conmigo, al ómnibus. Nosotros seguimos hasta la Circunvalación, a ver cuántos quedan, a ver cuántos se bajan; y volvete hasta la noche que te cuento: nosotros llegamos a la Colonia, y ya estamos solos en el borde, buscando una trenza para enredarnos en Liceo y comprobar que el fondo no es el fondo, que a la madrugada del sábado le siguen el domingo y el asado...
- Qué prescriptivo… sos un… Dale. Yo sé dónde vive el Gaby, una vez fui a comprar a su casa. En adelante, nuestro mejor amigo, ¿estamos?
No quise contestar enseguida, pero él era lo más próximo que conocíamos a un baile y, a decir verdad, era verdaderamente nuestro amigo.
- Hecho.

Es verdad que se vive para ir al baile. Está esa frase que traspone punto a punto cuarteto a religión, baile a templo, Mona y Dios. Pero también es verdad que las aventuras - si son legítimas - cuando fracasan, hacen del alma cenizas mojadas, y matan al aventurero. Preguntaron a Camilo Cela si era él una persona "de dos caras", un poeta y un prosista. Contestó con aplomo: Gilipollecez, hombre. Las personas son poliédricas, algunas aristas son fundamentales, pero de ahí a que sean dos, y sólo dos los accidentes importantes. No no.
Por fin decidí seguir estudiando, tener un pie en la boca de Mijail Bajtin y Roland Barthes – tapándoles, acaso, la boca - y, el otro, junto con las manos, haciendo palmitas en el Monumental Sargento Cabral.

Nos faltaba un nombre, pintar en estandarte nuestro lema y escudo de armas, levantarlo muy alto erguidos en el mismísimo pecho del baile y obligar a que Jiménez nos armara caballeros con su primera mención oficial; y, a la vez, queríamos aparecer iniciados en los misterios, incluso mucho antes que cualquier otro, queríamos dar la impresión de haber sido convocados por Jiménez en persona y hasta mostrarnos imprescindibles a la noche, superlativos pisacocos. Y fue después de poco pensar y mucho peatonarle una siesta a la ciudad, que llegamos a un acuerdo repentino y sin objeciones: Los custodios de la Mona. Doblábamos por Deán Funes hacia el Centro.

2 Comentarios:

A la/s 21/5/07 16:56, Anonymous Anónimo dijo...

bueno. Pero hay algo de interesante en este relato, la persona que va al baile en este caso piensa demasiado, los de la vida real no piensan un carajo

 
A la/s 21/5/07 17:02, Blogger  dijo...

Pero el muchacho que viaja en el ómnibus nunca fue a un baile. No por eso es natural que "piense demasiado", pero sí, es un gran teórico de lo simple y aun así desconocido.
Insisto en que escriba su nombre.

 

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