La musa maquinal
Me dormí muy tarde. Habrán sido las tres. Cuando tenía once, ahí sí dormía. Después vino todo eso del dolor en el hombro, de tener que masturbarme para dejar de pensar chanchadas, de la obsesión por abrir las ventanas, del bufidito en la garganta…
Ahora estoy lleno de berretines, ya no me puedo dormir en cualquier parte, ni a cualquier hora, ni cuando estoy muy cansado.
Marcos me contó del campito cuando yo tenía siete. Él le decía bosquecito y todos se reían. Nos sentábamos en la rampa de mi casa. A mí me parecía bien que se le burlaran, es un tartamudo maldito. Pero yo no hacía nada, solamente miraba porque cuando tenía siete no me interesaba casi nada.
Ahora sí, de repente las ganas de robarme unas hojas del campito y armarme uno me pusieron a trabajar dos semanas. Hambre parece que tuviera, pero no como el hambre que me da el domingo al mediodía. Yo ahí no sé qué hacer, me tengo que ir a sentar en las vías hasta que el olor a humo de las casas me indigna y me suelto abajo corriendo para ver si ya está el asado.
Éste es un hambre distinto, más prolijo, lleno de reglas. Son las seis y media y ya estoy levantado. Anoche recorté suelas de una cámara de bici y se las pegué a las zapatillas. Seguro que si me descubren es por las huellas, y yo no puedo andar tirando un par de zapatillas por no animarme a comprar un faso. El año pasado había un programa en la tele. Lo pasaban los viernes, era de detectives. Siempre investigaban varios asesinatos. Siempre atrapaban al tipo. Una vez rescataron la huella entera de una palma en una sábana, algo increíble. Pintaron la tela con un polvo parecido a la mina de los lápices y después trajeron una máquina negra y proyectaron una luz verde. Ahí estaba la mano, clarita. Parecía que se levantaba de la sábana. Sentí lástima por el tipo, como me pasó con Edipo. Siempre me dan lástima los delincuentes. Yo sé que no se debe matar, pero hay gente que se enferma de dolor, o de locura y que termina haciendo cosas que se castigan. Yo los perdonaría, pobres. Yo podría ser uno.
Vi que en los tribunales hay crucifijos en la pared del fondo, arriba del juez más alto de los tres. El Cristo siempre hablaba de perdonar, tendrían que hacerle caso o sacar las cruces.
Desayunar me da asco, pero tengo miedo de desmayarme en el campito. Por eso le puse mucha azúcar al café con leche. El azúcar sirve para estar despierto, lo dijeron en el programa de detectives.
Me faltan tres cuadras. Yo me hago el malevo, pero la verdad es que tengo miedo.
Una vez pensé que en invierno no pasaban cosas importantes. Y que si pasaban, se olvidaban rápidamente. Eso no es cierto, che. Yo puedo morir en un rato, morirse es una cosa muy importante y hoy hace mucho frío. Cuando pasé por el almacén del Madera sentía mordidas secas en los cachetes, mordidas sin labios en los cachetes y en las piernas, donde te pegan la paralítica.
Mirá lo que te digo. En mi barrio los domingos siempre son nublados. En el centro no es así.
Allá se ve la canchita, está toda escarchada. Con los botines de Matute se juega fenómeno, por más que esté llena de barro.
Tengo miedo. Yo no sé si ese tarado me lo dijo para que me asuste o si es cierto: en el campito hay cuatro postes escondidos. A un metro y pico del suelo les clavaron una ratonera. En la parte donde va el cebo llevan un pedacito de caño con un cartucho de escopeta adentro, apuntando a las plantas. Del elástico sale un alambre que va por el costado del palo y sigue por el piso, apenas arriba, entre los yuyos. Si tropezás, sale un tiro. No se ve nada desde afuera.
Ya no falta nada, es en la otra cuadra.
Andrés me mostró un video donde chocan dos galaxias. Vienen girando, se acercan, se tocan, se abollan un poco y se unen, pero no del todo, como si estuvieran soldadas con autógena. Después se separan, se separan de repente y se van desarmando como trapos deshilachados, como papel mojado, sin dejar de dar vueltas, cada una para su lado. Se les desprenden partes grandes que viajan despacio y se gastan contra el cielo, y dejan una estela de humo. Como aviones a chorro, iguales.
Una vez fumé y vi algo parecido. Puse un disco de mi mamá y me acosté a escuchar. La música era gigante y crecía, y crecía. Se inflaba como se infla el pecho cuando respiramos: despacio, pero con mucha fuerza. La música era invencible. Todo era música.
Cuando me acuerdo de las trampas pienso en el dueño del campito. Él encontró el terreno, consiguió las semillas, se atrevió a plantarlas y cuidó las plantas. Las plantas son suyas y yo vengo a rompérselas para robarle pedacitos.
Debe haber estado muy furioso cuando puso las trampas, cansado de que le arranquen las flores.
Yo pienso que puso cartuchos de escopeta porque un escopetazo es como una escupida de furia, de insultos asesinos, de bolitas de fuego y saliva. Cuando el tiro da en la cabeza el cráneo se parte en muchos pedazos sucios que se proyectan por todos lados, como los pedazos de las galaxias que me mostró Andrés, como los pedazos gruesos de la música de mi mamá.
Sé que soy un cobarde porque me conformo con imaginar el estallido y me asusta que la cabeza de veras me explote. Yo sé que soy un cobarde. Si me imagino el estallido puedo contárselo a Marcos para que se muera de envidia, a Matute, a Nico. Andrés me escucharía con atención y eso me gustaría mucho. Él sabe muchas cosas y me gusta parecerle interesante. Pero los valientes, los valientes verdaderos no necesitan andar contando nada. Si la trampa me dispara no voy a poder describírselo a ninguno. Yo sé que no soy muy valiente, pero cómo me gustaría… Por eso no le conté a nadie que iba a venir. Por eso vine solo.
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