Redenciones
Tenía por costumbre, entre otros melindres, apagar con esmero los cigarrillos por la mitad o apenas después. Estando en casa, llevaba mi cigarrillo a medio fumar de punta contra el fondo del cenicero e inclinándolo, arrastrando suavemente la brasa contra la cerámica renegrida, buscaba esa incierta línea divisoria entre el tabaco fresco y el que está encendido y separaba la brasa del resto de la pieza. A continuación ubicaba la colilla con su cuota generosa de tabaco en algún espacio libre del cenicero, – que sin embargo de ser grande, está siempre repleto – y me cuidaba en lo sucesivo de que el filtro no se quemara con lumbres provenientes de próximas operaciones. De este modo fumaba sólo hasta donde quería y garantizaba una ración de tabaco para las horas venideras. Entonces sólo restaba tomar el medio cigarrillo y fumarlo hasta el final, o reunir su contenido con el de otro idéntico y armar un flamante pucho nuevo, munido de la pertrechería que a esos efectos había comprado. La mayoría de mis amistades consideraron mi hábito de reciclaje grave violación al ritual ortodoxo de fumado. "Sos un asqueroso, Demián" – decían siempre.
Cierto miércoles de agosto Ismael vino a casa para discutir sobre un negocio que teníamos en común. Si bien ha dejado de fumar, Ismael recibe los cigarrillos que yo le convido y los fuma gustoso, bien solo o compartiéndolos conmigo.
En algún punto de la conversación mi atado de Philip Morris languideció por completo y nos quedamos sin cigarrillos. Desapasionadamente, Ismael llevó la mano a mi cenicero, se prendió un medio pucho con mi encendedor y siguió hablándome de ese tipo en General Bustos que tan baratos vende los bastidores.
Y yo, entre desconcertado y feliz por haber hallado un par en semejante extravagancia, le dije:
- ¿No te da asco, che?
- Para nada – contestó – Quiero fumar, y acá hay cigarrillos, y esto, – dijo exhalando el humo contra la luz – esto es fumar.
- Está bien, pero es el pucho de otro, Ismael. No es que te lo quiera mezquinar, no. Pasa que es un pucho muerto, y encima, es de otro.
- Que sea tuyo o de cualquiera poco importa. El asunto es mucho más significativo, y va más allá de una cuestión de pudor o reverencia por la saliva de otro tipo. Fijate. Vos dijiste pucho muerto, ¿no dijiste?
- Sí.
- Fijate, Demián. Estaba muerto, preguntale a cualquiera qué hay en tu cenicero y te lo va a decir tal cual. Puchos muertos. Entonces nosotros vamos al cenicero, los agarramos y nos colamos por una desinteligencia de la muerte. Fueguito, fssss..., y tenemos un pucho vivo, uno que si bien no es tan joven como los fasos tiernos que trae un paquete lleno, recupera la lozanía que tuvo el día en que murió. Es una resurrección redonda, ostensible, Demián. El pucho se muere un día y otro cualquiera viene una mano amiga que lo revive y le da continuidad hasta que por fin llega al término de sus horas en el punto justo que corresponde: al final, contra el filtro.
Acabando de hablar, Ismael aplastó el cigarrillo por fin terminado y se quedó mirándome. Nos quedamos en silencio un rato. Cuando terminó el disco de Les Paul que escuchábamos hubo un instante de silencio absoluto y yo volví a hablarle escupiendo un par de palabras entre las que no podía elegir una.
- Está bien, pero... Cierto, resucita un rato, pero al final se acaba para siempre.
- Como todo, Demián. Y no resucita un rato. Vive todo lo que debería. Medio pucho ayer, medio pucho mañana, y se acabó el pucho, ¿me entendés?
- Sí, está bien, qué sé yo.
Perdimos nuestros buenos mangos en el negocio, pero eso ya no es importante. Por mi parte, ahora me ocupo de que nunca me falte un paquete de tabaco fresco, y sólo fumo cigarrillos que yo armo. Y me los fumo hasta el final.
1 Comentarios:
mmmmmmmmmmmmmmmmm a quien no le gusta fumar hasta acabare el paquete,es un vicio my malo de que te atrapa y no te suelta a menos que uno no lo deje para siempre.como nos gusta todo lo que nos daña,somos autodestructivos en infinidad de cosas.
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