Quicios
El barrio era extrañamente familiar, pero eso no era motivo de sorpresa: P. soñaba. Cerca de la última esquina vio una vinería de vitrinas copiosas, tupidas de botellas vacías, de vidrios opacos y gastados, donde la caída de una sola botella provocaría una legítima catástrofe. Adentro, el dueño remontaba con gracia los cincuenta años, camisa beige de mangas cortas, ojos azules.
Contraviniendo el cielo claro, juzgó P.:
- En este barrio vacío, tan tarde de madrugada... Aquél hombre se expone con gran estupidez a un robo inevitable. Aunque... cómo volvería sobre mis pasos para comprar lo que le queda en esa botella de White Horse que tiene entre las manos, que vacía en una copa pesadísima con su embudo, que vuelve a llenar revirtiendo el proceso. Basta. A salvo estoy del peligro, bien está que me despierte.
P. miró el reloj sobre la mesa de luz y se hundió de nuevo tibio y espeso en el sueño.
Aquello que es quimera y magia no es por ello ilógico. Sucede que el damero de silogismos oníricos es especial.
P. caminó de nuevo por la misma vereda del mismo barrio, a la misma hora. El destino exitoso es inútil y apócrifo. Las postreras chances, las circunstancias sucesivas idénticas no son más que nuevas oportunidades para el fracaso inevitable y la muerte última.
El dueño estaba de pie en la vereda, contra el marco de la ventana, apoyado en la fachada abierta del negocio. Miraba una película de acción en blanco y negro que pasaba un televisor en un estante sobre el mostrador, en la pared de fondo.
Sin accidentes mediadores, P. estuvo pronto frente al tendero que escanciaba el whisky para él en otra botella vacía excitándolo magníficamente.
- Qué dulce bebida, qué hermoso es su color.
A la derecha de P., un nuevo cliente pedía algo al dueño.
- Es éste el ladrón, sin dudas. Por eso se lleva la mano a la cintura, por eso saca un revolver delgadísimo, plateado, viejo. Por eso me mira y se saluda feliz por haber elegido esta vinería antes de que algún otro estúpido se la gane de mano.
P. sonrió apenas al asaltante que le convidaba su felicitación y lo invitaba a celebrarla con él. Estaba fatigado como nunca, ahogado por un sopor desconocido, infinito.
- Si hubo un instante en el que debí escapar, lo hubo pues, y ya no existe. Buen perito soy en estas circunstancias. Debo esperar la decisión del ladrón. ¿Decidirá matarnos, decidirá matarme? ¿Qué busca el dueño tras el mostrador? ¿Por qué nadie se horroriza?
Sometidos a la voluntad de una bestia en general, y de un monstruo en particular, nuestro terror se debe a que ellos sólo son capaces de pensar en hechos actuales y que nada saben o intuyen del futuro o el pasado, por más inmediatos que sean. Las palabras bomba y Banco Central se escabulleron absurdamente de la boca del ladrón.
- Mis emociones se diluyeron, voy a despertarme ahora – dijo P.-.
Se incorporó apenas en la cama y repasó el sueño. Se llenó de tristeza cuando supo que se había escapado de una situación excepcional, irrepetible, de una víspera puntiaguda donde la emoción lo llevaba al éxtasis morboso, al sentir más poderoso de todos.
- Imposible será volver al trance, hoy volveré a encajarme en quicios estúpidos, en trillos gastados, en aventuras grises.
Y sin saber que ya estaba a la espera de noticias funestas, como lo son la muerte de un buen amigo o el reclutamiento para una guerra sangrienta y helada en la que perdería las piernas, P. se volvió a dormir.
0 Comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal