Muerte
No constituye gran disparate decir que un cuerpo muerto es capaz del dinamismo propio de uno vivo. Apenas consumada la mudanza del segundo en el primero, se disparan mecanismos que pruducen y liberan fluidos sometidos a presiones propias de lo que se halla repentinamente cancelado; en adelante, y por largo tiempo, ha lugar la proliferación de siniestros organismos que bullen en la fervorosa descomposición de los tejidos, que producen olores agrios y duros capaces de alejarnos a toda prisa de la vecindad con cuerpo muerto. Sepultados, los despojos son parte integrante de las placas tectónicas que con secreto furor avanzan incontenibles e, insepultos, se someten a los designios invariables del sol y los vientos, cuando no a la voluntad de manos llenas de pulso, ávidas de construir instrumentos de viento a partir de un fémur, o corporaciones bienhechoras, tal es el caso de las cátedras de anatomía en las universidades públicas.
Tampoco es novedoso afirmar que el vigor siniestrado no se disipa en vano, sino que, de a partes, se abriga en nuevos quicios. Corresponde a esta intromisión en la intimidad de las cosas muertas confesar aquello a lo que ha dado luz. Inocente o endemoniado, el entorno intenta vanamente reanimar al cuerpo; las bestias lo acarician con violentos zarpazos, los soles del verano lo arrullan con gritos, las larvas se empeñan en estimular cada vaso, cada nervio, en dar vida minuciosa y eficaz a todo el cuerpo. Al mismo vectorial pertenecen otras congregaciones de estímulos no mucho más efectivas:
-¡Levántate, Ñ.!- llora una mujer derramada contra el féretro- ¡Afuera está el sol que besa las mejillas y les restituye la tibieza! ¡Vamos, siéntate, amor!
La cara de Ñ. tiene un corte minúsculo y morado bajo el pómulo izquierdo, apenas sobre la línea de la barba.
Y sin importar que es venite de marzo y hace frío, todo está perdido.
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